jueves, 8 de septiembre de 2016

Capítulo I de "DESAFÍOS DEL DESTINO"

Capítulo 1


Tú vivirás eternamente y perdurar en tu recuerdo es la única inmortalidad que necesito. Seguir viviendo como parte de ti. Ésa es mi idea del cielo.
Libro  Renacer−Claudia Gray

            Íñigo había heredado el título de Conde de Castro de su padre; linaje nobiliario creado por el Rey Carlos II. Él, odiaba todo lo relacionado con la ostentosa vida que eso suponía, todo lo contrario de sus progenitores. Con veintitrés años se casó con una joven procedente de una familia acaudalada, aunque ninguno lo hizo por amor, como venía siendo normal en aquellos tiempos. Ambas familias así lo habían acordado desde el nacimiento de la mujer. Ésta, llegada la madurez, había sido presentada en sociedad como debutante ante solteros elegibles y pertenecientes a un selecto círculo social, aunque su destino ya estaba marcado. La finalidad de dicha presentación era dar por sentado que la mujer, llegado ese momento, estaba lista para contraer matrimonio. La moza era bajita, con una larga melena pelirroja, extremadamente delgada, con la piel muy blanca y una dulce sonrisa. Los presentaron en un baile al que acudieron con sus respectivas familias. Ella llevaba un carísimo vestido de seda color pastel con un amplísimo escote cuadrado, de manga corta y guantes de piel de cabritilla que le llegaban por encima del codo. Las debutantes debían utilizar colores claros pues a la luz de las velas, ir vestidas de oscuro significaba pasar totalmente desapercibidas ante los ojos de los solteros. El día del enlace había lucido un estiloso y romántico vestido de color blanco, color que significaba pureza, pulcritud y refinamiento social, con corpiño cerrado, conocido como “montajes”. Como las bodas se celebraban de día, no estaba bien visto que las novias llevasen vestidos excesivamente escotados ni los brazos al descubierto. Para ello, usaban los corpiños cerrados y el tul.
            El banquete de boda lo celebraron en la mansión de los padres del novio, por ser más grande y lujosa. Había acudido gran cantidad de invitados con título y fortunas, aristócratas y burgueses. En el gran salón habían instalado una mesa redonda de gran tamaño adornada con guirnaldas de azahar y el mejor ajuar de la familia. En el almuerzo sirvieron jamón, ensalada de salmón y langosta, frutas, dulces, emparedados y en el centro se había colocado la tarta. El champagne, el té y el café, fueron servidos en otro salón diferente. La novia estaba sentada entre su padre y el suegro, e Íñigo entre su
 madre y su suegra. El baile había sido abierto por Isabel y su progenitor.

            La joven pareja fue a vivir con los padres de él a un pazo que poseían en la provincia de Pontevedra. Un elegante y majestuoso edificio de aire romántico. Isabel, que así se llamaba la mujer, deseaba darle un hijo para, de esa manera, asegurar su posición, pero la descendencia no llegaba. En un principio pensaron que podría ser por las influencias y la presión de los padres de Íñigo, siempre tocando el tema de los hijos e insistiendo en lo importante que sería darle un nieto al conde anciano. La joven llegó a obsesionarse tanto que únicamente pensaba en copular con el marido para contentar a los suegros, pese a saber que dicha conducta era más propia de las mujeres de vida libertina. Se había vuelto insaciable y un tanto obsesiva, en todo momento pendiente de las fases lunares, tal y cómo le había enseñado su madre, para poder concebir. Un año después del casamiento seguían sin poder dar la gran noticia. Íñigo decidió que lo mejor era irse los dos a vivir un tiempo a un pequeño castillo que tenían en una zona apartada y que únicamente utilizaban como recreo en los meses estivales. Ese verano, sus padres habían aceptado la invitación de una hermana de ella para viajar al norte del país, por lo que también podían disponer del personal de servicio. La zona era preciosa. A Íñigo siempre le había gustado pasar los meses de calor en ese castillo. Ahí, podía ser él mismo y olvidarse de las obligaciones que sus padres le imponían. Era feliz en medio de la naturaleza y los animales. A su padre le encantaba la caza y organizaba todos los años grandes cacerías de conejo, corzo y jabalí, a las que acudían personas con relevantes títulos nobiliarios. Para moverse por los bosques utilizaban carruajes tipo Break, en los que además transportaban los perros y unas cestas sujetas al costado de los asientos para llevar los bastones, paraguas y las armas. Después organizaban grandes banquetes. La función de las mujeres, entretanto ellos se divertían, era quedarse en casa mientras hacían labores y educaban a los hijos.
            Él repudiaba ese tipo de deporte. Prefería jugar al críquet. Los terrenos de hierba que poseían eran suficientemente grandes como para formar dos equipos de once jugadores. El juego consistía en batear una pequeña pelota hasta derribar un armazón formado por varios palos que defendía el equipo contrincante, y conseguir que ése no abatiera el propio. A los combates acudía mucha gente de la alta sociedad.
            El castillo no era muy grande. Contaba con varias habitaciones, dos cuartos de baño, dos salas de estar, una biblioteca, una amplia cocina, foso y las correspondientes almenas; pero lo que más le gustaba a Íñigo era el exterior. Un tupido bosque lleno de vegetación con frondosos robles, laureles, castaños, abedules, helechos, enredaderas y alguna especie exótica. Con varios senderos para poder contemplar la belleza de la naturaleza, bancos y mesas de piedra y algún que otro puente de madera. Por la parte frontal del castillo pasaba un río sobre el que habían levantado un puente levadizo y construido varios bancos de piedra colocados de forma estratégica que desde ellos se podía contemplar, a la sombra, los partidos de críquet. En los alrededores habían levantado un lavadero, escaleras de piedra para salvar los desniveles, varios molinos y arcos de piedras irregulares, conocidos como acueductos, de aproximadamente diez metros de altura. Por ellos circulaba el agua que llegaba desde una mina hasta el castillo y que servía también como sistema de regadío.
            La actividad sexual de las mujeres, por aquel entonces, quedaba encerrada en la intimidad del hogar y con el único objetivo de la reproducción. Su papel era de sumisión total. En las relaciones sexuales, jamás debían buscar y alentar su propio placer sino ser receptoras, y no dar muestra de sus propios deseos. La madre de Isabel le había explicado, desde pequeña, la importancia de llegar virgen al matrimonio y también le había hablado de la “doble moral victoriana”. Mantener una conducta intachable y conservadora delante de los amigos, que en la vida privada era vulnerada con actos no tan tradicionalistas. Los conocimientos que las mujeres tenían del sexo venían de la mano de la moral de la iglesia, la cual predicaba, incesante, que era necesario ignorar los placeres y las tentaciones carnales.
            El miedo de Isabel a no quedar embarazada, y los celos que sentía de todas aquellas mujeres que visitan a su marido en su consulta médica, la convirtieron en una persona amargada y deprimida. Ella pensaba que Íñigo tenía relaciones con todas sus pacientes y, eso, la carcomía por dentro.
            Pasó un mes, dos meses, tres meses, e Isabel seguía sin concebir. Al castillo acudían amigas con sus hijos en brazos y otras en estado, provocándole muchísima ansiedad y envidia hacia ellas. Vivir de aquella manera era insoportable. Su marido nunca le había metido presión, más bien le decía que su angustia e impaciencia no estaban contribuyendo a que su cuerpo se relajase y floreciese, aunque ella sospechaba que poco le importaba. Sabía que no se había casado con ella por amor y lo notaba cada noche, cuando hacían el amor. No la amaba y tenía la firme convicción de que jamás lo haría si no le daba un hijo.
            El mes de octubre estaba finalizando y debían regresar a la residencia habitual. Íñigo debía seguir con su actividad y atender a sus pacientes. Algunas de ellas se habían desplazado hasta el castillo para que las reconociese. Su esposa había contactado con varias mujeres ancianas de la zona que le facilitaron brebajes a base de hierbas, plantas y raíces, que, decían, favorecían el quedar embarazada, pero de nada le sirvió. Era como si su mente desease tener un hijo pero su cuerpo se negara rotundamente. Dos días antes de regresar, tomó la decisión de quitarse la vida. Si no podía procrear, ¿de qué le servía vivir? Nada la motivaba y temía la reacción de sus suegros tras la vuelta. En la biblioteca, mientras su esposo daba el paseo vespertino de todos los días, escribió, sobre un escritorio Tambour de origen francés color caoba y cerezo, con dos cajones pequeños laterales y un más grande en la parte superior, la carta que le dejaría como despedida. Entretanto escribía, las lágrimas salían de sus ojos a chorreones, igual que el agua de un manantial. ¡Se sentía tan desgraciada!

            A la mañana siguiente, muy temprano, se levantó y se puso un vestido amarillo con motivos florales, capa y pliegues Watteau en la espalda, y corpiño con petillo. Después se dirigió al acueducto que estaba a pocos metros del castillo. Se subió a lo más alto y ató una cuerda. Íñigo se despertó con los gritos de los criados, avisándole del terrible suceso. Varios hombres la bajaron para que él, con sus conocimientos médicos, pudiese hacer algo por Isabel, pero todo esfuerzo fue en vano. Su rostro estaba desencajado y pálido. La presión del lazo en el cuello había comprimido las venas yugulares, la aorta, tráquea, esófago y médula espinal. La noticia se propagó con rapidez entre toda la población. Íñigo escribió, tanto a sus padres como a los de ella, para comunicarles la triste noticia. Estaba abatido ante la decisión que había tomado su esposa. Sabía que estaba un tanto ofuscada con quedarse embarazada pero jamás pensó que llegaría a tomar tan terrible determinación. Las familias de ambos fueron llegando y decidieron darle sepultura en el pueblo que la había visto nacer. Para ello, Íñigo contrató una carroza Gran Dumond blanca –blanca para mujeres y niños y negra para los hombres− de la casa Cellini de origen francés, con chasis de auténtica madera, ángel negro y cariátides en el techado. Sobre la pareja de caballos que tiraban de la carroza montaba un oficial con el correspondiente uniforme y, delante del cortejo, dos palafreneros. A raíz de ese lamentable suceso, el acueducto pasó a ser conocido como el “Arco de la Condesa”.

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