miércoles, 9 de julio de 2014

**VOLVER A SENTIR** (parte segunda)



            Fernando se dio cuenta de su falta enseguida. Tenía intriga por saber dónde vivía, por saber algo más de su vida. Buscó en la carpeta de contratación que tenía su tía sobre el escritorio, y localizó su dirección y número de teléfono. Pensó en llamarla, pero rehusó la idea, porque ella cortaría la conversación inmediatamente. Decidido a visitarla, se cambió de ropa, ataviándose con unos vaqueros desgastados, una camiseta ajustada de manga corta y unas deportivas blancas.
            Condujo durante una hora para localizar la dirección. Antes, pasó por una floristería y compró un pequeño ramo de gerberas multicolor.
            Era un segundo piso, situado en el barrio obrero de la ciudad. Desde la calle pudo observar en el balcón, unas vistosas macetas floreadas, aportando vida a una zona un tanto deprimida. Pulsó el telefonillo y al otro lado escuchó la voz de una persona ya entrada en años. Él le dijo que deseaba ver a Graciela y la señora le abrió la puerta de la calle. El edificio no contaba con ascensor, así que subió las escaleras hasta llegar a la entrada de la vivienda. Nuevamente tocó el timbre y la puerta se abrió lentamente. Una mujer con gafas y el pelo muy canoso lo invitó a pasar. Él aceptó gustoso y le preguntó si se encontraba Graciela en casa. La señora le dijo que había salido a hacer unas compras, pero que vendría pronto. Le hizo pasar hasta el salón y sentarse en un sillón desgastado por el uso.
     Estoy preparando el almuerzo, ¿se quedará usted a comer con nosotras? – preguntó la madre de Graciela con un tono de voz amable y cariñoso.
     No quisiera ser una molestia para ustedes – respondió Fernando.
     Olvídelo, los amigos de mi hija siempre son bienvenidos a la casa, y no es que tengo muchos, la verdad – la mujer hablaba como para sí misma.
     Muchas gracias, es usted muy amable.
            La madre se dirigió a la cocina para seguir con la comida. Desde el pequeño salón podía escuchar el ruido de las cazuelas y cómo batía huevos en un bol. Unos minutos más tarde, entró Graciela por la puerta con la niña en brazos. Era una cría preciosa, con unos ojos negros saltones y el pelo en forma de sacacorchos. Se quedó petrificada en la entrada al contemplar la figura de él, tan diferente a como iba habitualmente, con aquellos trajes aburridos y faltos de color. Más aun, cuando comprobó que en la mesita del centro había depositado un bonito ramo de flores.
     ¿Ha ocurrido algo? – fue lo primero que pronunció al acceder al salón y dejar la niña en el parque de bebés.
     Hola Graciela. Siento presentarme aquí sin avisar – la miró de arriba abajo, pues estaba inmensamente hermosa con un vestido fucsia ajustado a su figura.
     ¿Cómo me ha localizado? – tenía muchísimas preguntas que hacerle y no sabía por dónde empezar.
     He encontrado tus datos en la documentación del contrato, espero que no te moleste.
     No entiendo su presencia en mi casa – volvió a cuestionar.
     En primer lugar te pediría que dejaras de tratarme de usted y, contestando a tu pregunta – hizo una pequeña pausa para continuar – tenía muchas ganas de verte fuera del ámbito del trabajo.
            Graciela se sonrojó ante el comentario del Fernando. Era tan meloso y atento.
     ¿Desea… bueno, deseas tomar algo? – se corrigió, ante la insistencia de él de tutearse.
     Me vendría bien algo frío, si es posible.
            Ella salió del salón y fue hasta la cocina, donde estaba su madre elaborando un rico revuelto de champiñones. Fernando escuchaba como hablaban, aunque no podía entender con precisión la conversación. Se acercó hasta la niña y le acarició los sonrosados mofletes. Ella, a cambio, le ofreció una sonrisa de oreja a oreja, lo cual le agradó enormemente. Transcurrieron unos minutos hasta que regresó con una naranjada casera bien fría.
     Me ha dicho mi madre que te ha invitado a almorzar con nosotras.
     Ha sido ella, que ha insistido – se disculpó –. No quisiera ser una molestia.
     Mi madre siempre ha sido así, cándida con todo el mundo.
     Me ha dado la impresión de ser una buena mujer, con un gran corazón, igual que tú.
     Lo es, señor Ruiz. Perdón, es la costumbre – una tímida sonrisa se asomó en el rostro de Graciela –. Voy a poner la mesa.
            Una vez terminaron de preparar la comida, hicieron que pasara hasta la cocina comedor para acompañarlas.
     Siento el poco espacio del que disponemos. Esto no es la mansión en la que vives tú – manifestó ella mientras le señalaba con la mano derecha el lugar dónde sentarse.
     No te preocupes, sabes que yo no soy como ellos.
            La niña les acompañó en una esquina de la mesa, sentada en su trona. Graciela le iba dando su comida especial, entre voces y sonrisas. Durante el almuerzo charlaron sobre el tiempo y sobre lo graciosos que eran los niños cuando tenían aquella edad. Una vez finalizada la comida, ella se disculpó diciéndole que no tenían café en casa. Fernando era bastante cafetero y le comentó que podrían salir y tomarse uno en una cafetería, y así aprovechaban para charlar. La madre la animó a acompañarlo, pues sabía que su hija necesitaba distraerse un poco después de la desgracia que había caído en aquella casa.
            La zona aquella era enervante, con lo cual decidió coger el coche y buscar otro lugar, un sitio que los llenara, y dónde ella se sintiera cómoda y feliz. El sitio no podía ser más especial. Se trataba de un edificio de treinta plantas, que albergaba una cafetería en la planta superior, con unas vistas privilegiadas. En cuanto salieron del ascensor, ya pudieron contemplar las panorámicas que ofrecía aquel espléndido lugar. Ella estaba maravillada y no hacía más que preguntarle qué era aquello, qué era lo otro, se sentía como una niña con zapatos nuevos.
            Pasaron la tarde en esa cafetería, charlando de sus vidas. Ella le contó lo sucedido con su marido y él, lo que le había pasado a sus padres, y el trabajo que desempeñaba en la empresa de su tío. Empezaba a coger confianza con él, a sonreír, a exteriorizar. Hacía muchísimo tiempo que no disfrutaba tanto, que no dedicaba algo de tiempo para sí misma. Él se había mostrado muy cariñoso con ella, acariciándole las manos, alguna que otra vez pasando los suaves dedos por sus mejillas, clavándole la mirada cargada de sentimientos, susurrándole cosas bonitas y palabras alentadoras.
            Serían las nueve de la noche cuando decidieron dar por finalizada la visita a aquel lugar tan emblemático e inolvidable. Pidió la cuenta y tomándola de la cintura, se dirigieron hasta el ascensor. Dentro del mismo, sus miradas se quedaron prendadas una en la otra, a pocos centímetros. Fernando se acercó más a ella, apoyando una mano en el fondo del ascensor.
     Necesito besarte ahora mismo – susurró él.
     No creo que sea una buena idea – debatió Graciela, aunque su inconsciente gritaba lo contrario.
            Dio igual su opinión, pues en cuanto acabó de pronunciar la frase, Fernando tenía ya sus labios posados sobre los de ella. Un beso suave, sincero que, poco a poco, se fue convirtiendo en uno a presión, palpitante. Ella respondió de la misma forma, internando los dedos entre los cabellos de él. Las manos varoniles recorrían con desesperación el cuerpo de Graciela, su lengua transitaba por la boca, orejas, cuello, mejillas, ocasionando un reguero de lava volcánica. El deseo se fue adueñando de ambos cuerpos, incapaces de controlarlo. El ascensor estaba a punto de llegar a la zona de aparcamientos. Él se adelantó, y pulsó el botón de parada, de modo que el habitáculo se quedó parado en algún lugar del recorrido. Ya nada los podría molestar.

            Le levantó el vestido con rapidez. Sus extremidades superiores avanzaban por las esbeltas piernas de ella con avidez, hasta llegar al punto cumbre. Unas braguitas de algodón interferían el paso. Con mucha delicadeza se las retiró, pudiendo acceder de esa forma, a una zona altamente explosiva. Graciela gimió de placer, ya se había olvidado de lo placentero que era sentir unos dedos masculinos en su clítoris. Después de unos minutos de tocamientos, consiguió deshacerse de sus vaqueros, la tomó por la cintura y la ancló contra su propio cuerpo. Ella lo abrazaba con el cuello, sin dejar de besarlo, chuparlo, mordisquearlo. Movimientos circulares provocaban en ambos, retazos de placer. Graciela consiguió asir con sus manos el imponente órgano viril, indicándole el camino adecuado para abandonarse y desfallecer. Esa primera acometida fue increíble para ambos, inmersos en un mar de recreo. Momentos de gloria y fruición recorrieron todas sus terminaciones. De sus gargantas, áridas por el esfuerzo, emanaban gemidos, gimoteos. No les importaba quien estuviera al otro lado del ascensor, ese momento lo querían disfrutar al máximo. Sus delicadas uñas se clavaban en la espalda de él, que, en vez de ocasionar dolor, producían más placer, más apetito sexual. Las embestidas eran cada vez más fuertes, constantes y plácidas. Las piernas de ella rodeaban la cintura de él con impaciencia, facilitando de esa manera, la fricción de ambos sexos. Gotas de sudor recorrían el rostro de Fernando, fruto del tremendo y, a la vez, venturoso esfuerzo que estaba ejerciendo. Sus labios besuqueaban los pechos erectos y encendidos de la mujer. El clímax no tardó en llegar, ambos lo deseaban con afán. Cayeron rendidos en el suelo enmoquetado, abrazados de piernas y brazos, hasta que un pitido muy agudo los despertó de lo que había parecido ser una sueño. 

SANDRA EC

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