domingo, 8 de junio de 2014

UNA MALA NOCHE (Completo)



         Era otoño y hacía frio. Había una niebla densa y húmeda, capaz de calar en mis huesos, a pesar de llevar una cazadora acolchada por encima de la blusa.
         Yo odiaba el turno de noche. Mi abuela siempre me había dicho que la noche era para dormir, y yo precisamente, no estaba haciendo eso. Claro que prefería el trabajo de calle a estar sentada tras un ordenador, cumplimentando denuncias o atendiendo el teléfono.
         Esa noche recibimos un chivatazo que parecía de fiar, pues la fuente era bastante segura. Un compañero estaba de vacaciones, a otro lo habían trasladado de comisaría  y otro tenía permiso, dado que habían ingresado a su esposa en el hospital para una operación. El Comisario Jefe nos llamó a su despacho con cara de malas pulgas, como cabía esperar. Sergio siguió mis pasos sin rechistar.
         Tan pronto entramos, mandó cerrar la puerta de cristal y ordenó que nos sentáramos, mientras él buscaba en su mesa la nota que le habían pasado minutos antes. Era una persona malhumorada, tediosa, fatigante y muy desordenada visto desde fuera. Pese a ello, siempre encontraba lo que buscaba en tiempo record.
        Nos han llamado hace poco más de diez minutos, en relación al caso “Tuerto”  – expuso con voz de mando, al tiempo que tomaba asiento en su sillón de cuero.
         Nosotros continuamos en silencio, pues sabíamos que no le gustaba nada ser interrumpido en plena exposición y haciendo uso del cargo que regía.  
        Todos sabemos de quién se trata, y de lo sigiloso y cauto que es. Trabaja casi siempre solo y utiliza diversas identidades. También conocemos algunos de sus disfraces más usados y los lugares que suele frecuentar  – señaló convencido de lo que contaba –. Llevamos mucho tiempo queriendo arrestarlo, y por diversas circunstancias, no hemos podido proceder a ello. Hoy se presentan todas las papeletas para que sea vuestra noche y consigáis atrapar a ese desgraciado ¿algún problema?
        No señor, no tenemos ningún problema ¿A dónde debemos ir? – preguntó Sergio.
        El soplo dice que está en el Hostal Lumbre. Lleva varios días alojado allí. Sale por las noches, casi siempre con sombrero Fedora o gorra.
        Eso queda por el centro, en el casco viejo – aseguré.
        Efectivamente – manifestó el Comisario –. Tened mucho cuidado, pues es una zona poco segura, con calles estrechas y callejones sin salida. No quiero sorpresas, quiero resultados y no admitiré ningún fallo ¿Está claro? – concluyó con un tono de voz rotundo.
        ¿Y cuántos iremos hasta el lugar? – preguntó mi compañero, pues sabía que la persona que perseguiríamos era peligrosa.
        Los que estáis ahora mismo aquí, reunidos conmigo. No cuento con más personal y no podemos dejar escapar la oportunidad. Será un mérito más para nuestra comisaría, que falta nos hace – concluyó esperanzando.
         Cuando nos dirigimos a nuestros puestos para coger la ropa de abrigo y los walkie-talkies, él volvió a hablar, fuerte y contundente.
        Ese individuo es posible que vaya armado hasta los dientes. Estad vigilantes – sentenció.
        Sí señor – contestamos a la par.
         Ya en el coche policial, charlamos sobre lo bueno que sería para todos aprisionar a aquella alimaña, a la cual llevábamos tiempo siguiendo pero siempre había conseguido escapar.
         Eran las dos y media de la madrugada y las calles estaban desiertas, solamente se escuchaba el movimiento que las hojas de los árboles hacían al resbalar sobre el suelo adoquinado. Debido a los recortes presupuestarios, el ayuntamiento había tomado la decisión anti popular de apagar el alumbrado público a partir de las dos de la madrugada, para así, ahorrar en el consumo eléctrico.
         Dejamos el vehículo aparcado en un lugar alejado, para evitar que alguien le avisara de nuestra presencia. El Hostal quedaba en una zona que yo no conocía demasiado bien, y mi compañero tampoco. Calles oscuras y estrechas, casas viejas y abandonadas, muros sobre las aceras, orines de los perros en las entradas de las viviendas. Se notaba que era una faja de la ciudad dejada y olvidada por completo.
         A medida que nos íbamos acercando, el silencio hacía que nuestro sentido del oído se agudizara. No tanto el de la vista, debido a la humedad de la niebla nocturna, que penetraba en nuestros ojos, empañándolos como si fueran cristales. También a través de la ropa, haciendo que mi cuerpo se estremeciera, obligándome a subir lo máximo posible el cuello de la chaqueta.  
         Por el camino, habíamos trazado un plan. Primero esperaríamos a que él saliera de su madriguera con confianza. Después nos separaríamos, cada uno por un callejón, hasta detenerlo in fraganti.
         No tuvimos que esperar demasiado tiempo para poder verlo. Iba ataviado con una gabardina de color verde oliva, con el cuello tan alto que casi le tapaba el rostro, unos vaqueros desgastados, el sombrero tipo Fedora del que nos había hablado el Comisario y unas botas con puntera. También llevaba barba larga y las manos dentro de los bolsillos del gabán.
         Se dirigía hacia una zona donde había bares que abrían hasta altas horas de la madrugada y clubs de alterne. Debíamos actuar antes de que llegara allí. No queríamos tener complicaciones con el jefe de la comisaría. Decidimos separarnos. Sergio le cortaría el paso tres calles más al sur, y yo lo acorralaría.
         Él caminaba tranquilo, con pasos continuos y meditados. La cabeza la llevaba mirando al frente, como buscando enemigos, peligros o amenazas que rompieran su sosegado paseo.
         Lo tenía a pocos metros de distancia de mí. Sergio también debía estar cerca. Era el momento ideal de intervenir. Una imprevista ráfaga de viento atravesó el callejón, como salida de la nada, sacudiendo mi cola de caballo y mi quietud.
         No podía esperar más y grité:
        ¡Policía, levanta las manos!
         Él se detuvo, aunque no se giró en ningún momento. Seguramente estaría pensando la forma de huir.
         Con un tono de voz serio y seguro, volví a hablar:
        ¡Date la vuelta y pon las manos donde yo pueda verlas!
         Sergio no aparecía. Empezaba a inquietarme por él.
         El Tuerto seguía sin hacer movimiento alguno, lo cual no estaba segura si era una noticia buena o mala.
        Voy a acercarme a ti, ¡saca las manos de los bolsillos! – exigí sin más preámbulos.
         A medida que me iba aproximando, una sensación de que algo no marchaba bien me invadió. Normalmente trabajábamos en equipo y en ese momento me sentía sola, desprotegida y expectante ¿Dónde narices se encontraba Sergio?
         Él comenzó a caminar hacia delante, ignorando mi presencia.         
        ¡Detente o disparo! – espeté ante mi incredulidad.
         Quedaban aproximadamente diez metros para girar a la siguiente calle. Estaba segura de que él aprovecharía esa ocasión para correr.
         <<¡¡¡Sergio, te necesito aquí, ya!!!>>
         El protocolo sobre cómo actuar ante la huida de un delincuente era claro, y más, teniendo en cuenta que no debíamos actuar por cuenta propia, sin contar con la opinión del compañero. Cuando se daban casos así, lo recomendable era abandonar el lugar, antes que arriesgar la vida propia y de terceros. Pero el Comisario Jefe había sido contundente. Necesitábamos hacer esa detención, por el bien de la sociedad en general y de la Comisaría en particular.
         Consiguió girar la calle. Sólo quedaban tres opciones. Que continuara de frente, que tomara la primera calle a la izquierda o que se decantara por adentrarse en el callejón sin salida que había inmediatamente a la derecha.
         Me arrimé cuanto pude al edificio que tenía a mi derecha, cayéndome gotas de agua de la gárgola que había sobre mí. Cuando me disponía a torcer la esquina, recibí un disparo, con tan buena suerte que ni siquiera me rozó. Entre la oscuridad del lugar y la compacta niebla, no conseguía ver con claridad, y eso me estaba encolerizando. Esperaba que el disparo hubiera alertado a mi compañero.
         Saqué la cabeza unos segundos para mirar si seguía en el mismo lugar y no estaba. Tomé la calle y con las dos manos levantadas a la altura del pecho sujetaba mi arma. Fui dando pasos secretos, pero la mala suerte me acompañaba. Tropecé con unas latas de refrescos tiradas en el suelo, haciendo un ruido considerable y delatando así, mi posición. Para mi sorpresa, salió del callejón que tenía justo a mi derecha y volvió a disparar. El disparo iba dirigido a mi cabeza, pero gracias a mis entrenamientos y mis buenos reflejos, una vez más conseguí esquivarlo, agachándome hábilmente. Tuve que retroceder para volver a ocultarme en la calle anterior.
         Además de ser un ladrón de guante blanco, no le importaba mancharse las manos de sangre. A esa gente le da igual asesinar o herir cruelmente a sus víctimas, con tal de conseguir su botín y no ser alcanzados ni reconocidos.
         En pocos minutos se había formado una tormenta, que amenazaba lluvias intensas. Los relámpagos iluminan las oscuras calles, ofreciendo una imagen apabullante.
         Volví a salir, decidida a alcanzarlo. Caminé unos metros y no se escuchaba nada, sólo los truenos y la lluvia que caía sobre los adoquines. Pensé que posiblemente se hubiera escapado, pensando que habría un batallón de policías en su caza.
         Tenía el cabello, la cara y toda la ropa empapada, pero aun así, seguiría en mi empeño de reducirlo.
         En el callejón no había nadie, ni tampoco por la calle de la izquierda. La única opción era seguir de frente.
         Un ruido inesperado tras de mí, hizo que me volteara con nerviosismo, apuntando con mi pistola hacia el causante. Un perro callejero había tirado una pequeña papelera, esparciendo por la acera los restos que contenía en su interior. Mi humor no estaba para bromas en ese momento ¿dónde estaría Sergio?
         Después de esos segundos de distracción, volví a concentrarme en el objetivo que nos había llevado hasta allí. El trabajo sería mucho más fácil si mi compañero estuviera a mi lado, o siguiendo el plan que habíamos esbozado entre los dos.
         Mirando hacia un lado y hacia el otro, seguí el curso de la calle con el arma bien empuñada. De vez en cuando, tenía que pasarme el torso de mi mano izquierda para secarme la cara.
         De repente, sentí a poca distancia de mí, otro ruido, éste provenía de la siguiente callejuela. Sin pensarlo dos veces, corrí lo más rápido que pude hasta llegar a la esquina. Agarré el arma con decisión y me coloqué en el centro, con las piernas ampliamente abiertas para asegurarme, en caso de tener que efectuar un disparo.
         Tras de mí, otro ruido ¿qué estaba pasando allí?
         El fugitivo había huido. Maldije mi mala suerte y bajé las manos, considerando que todo había terminado. Volvía sobre mis pasos, pensando en la cara que iba a poner el Comisario al enterarse de que se nos había escapado, cuando percibí nuevamente la presencia del alguien. Sabía que en ese momento era totalmente vulnerable. Estaba de espaldas, con el arma guardada en la funda y el ánimo a ras del suelo. Sin embargo, me giré lo más dinámica que pude, desenfundé mi pistola y busqué el objetivo, que estaba a más de veinte metros de mí. En cuestión de segundos le disparé sin pensarlo, en vista de sus anteriores actuaciones. O él, o yo. El cuerpo cayó al suelo, rotundo, exánime. Me fui acercando, despacio, con cautela. Cogí mi walkie-talkie para llamar a Sergio. Hasta ese instante, hacerlo era arriesgar la vida de ambos. No contestaba.
Cuál fue mi sorpresa, cuando vuelvo la vista atrás y consigo escudriñar la imagen del “Tuerto”, vivito y coleando.

¿A quién acababa de matar?

SANDRA EC

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