jueves, 8 de mayo de 2014

EL TAN DESEADO INDULTO

EL TAN DESEADO “INDULTO”

La oficina de correos estaba a rebosar de gente. La cola llegaba hasta la entrada. Ángeles abrió la puerta con la mano izquierda, puesto que la derecha la tenía sobre el pecho. Sentía agonía y aflicción, estaba muy nerviosa y su respiración era agitada. Ya dentro, se fijó en los que esperaban. Sintió cierto alivio al no encontrar a nadie conocido. No tenía ánimos para dar explicaciones de su situación, la cual se agravaba cada día que pasaba. Habían transcurrido más de seis años desde aquel fatídico día. Daría cuanto estuviera en sus manos para cambiar aquel momento.
Ella nunca quiso herir a nadie con sus actos, muy lejos de la realidad. Simplemente compró alimentos para sus dos hijos menores, con la tarjeta de crédito que encontró en la calle, ni siquiera había gastado dinero en ella misma. Comprendía el enfado de la propietaria de la tarjeta. Ella, en su lugar, pensaría lo mismo, pero su situación económica era precaria, insostenible. Llevaba tiempo escondida de su ex marido, que la maltrataba junto a sus dos niños y no le pasaba la pensión. Había tenido que escapar a otra ciudad donde no conocía a nadie. No tenía trabajo, ni ahorros ni un hombro sobre el que llorar. Se vio tan desesperada que, al encontrar la tarjeta, no lo pensó dos veces y decidió comprar lo básico para los pequeños.
Hacía mucho calor dentro. A falta de un abanico, cogió del bolso el aviso de recogida, que le sirvió para conseguir un poco de frescura. Todavía tenía siete personas delante de ella y ya había pasado más de media hora. Los pies no dejaban de moverse, primero el derecho, después el izquierdo. Estaba inquieta y no veía el momento en que la atendieran.
Al fin, llegó su turno. La chica del mostrador se veía exhausta y molesta. Debido a los recortes de personal, tenía que trabajar más horas por el mismo salario. Ángeles le entregó el documento y esperó unos minutos hasta que la funcionaria volvió a recepción. La miró directamente a los ojos y le pidió el carnet de identidad, el cual no encontraba en el bolso, debido a los nervios. Las uñas retumbaban sobre la madera de melanina, de forma inconsciente, y la mirada estaba perdida en la ventana que tenía enfrente.
Al fin, la tenía en sus manos. Su pretensión era abrirla allí mismo pero al ver tanta gente fijándose en ella, decidió salir a la calle y buscar un banco donde sentarse tranquilamente y descubrir qué habían decidido hacer terceras personas con su vida.
Salió tan apresurada de la oficina que tropezó con una anciana, cargada con la compra. La mujer perdió el equilibrio y parte de las bolsas, por el encontronazo. Ángeles le pidió disculpas varias veces un tanto avergonzada, le ayudó a recuperar lo caído al suelo lo más rápido que pudo y sin causar más trastornos.
Una vez superado el desliz, buscó en los alrededores una sombra sobra la que resguardarse del atroz calor. Sus pasos eran acelerados y torpes y no dejaba de atizarse el pelo con las manos. Al fin sentada, miró el sobre que se movía impetuosamente a causa de la nervadura. Se preguntaba si habría conseguido el indulto solicitado al gobierno y de no ser así, qué sería de su familia. Había sido juzgada por lo penal a algo más de dos años de cárcel por delito continuado de falsedad en documento mercantil y estafa. Involuntariamente metía la uña del dedo corazón en la boca y se mordía el labio inferior, tenía taquicardias, cosa que desde el juicio, no le había sucedido y la frente estaba empapada en sudor.
Decidida, abrió el sobre y comenzó a leer la decisión que habían tomado. En el documento se mencionaban artículos y leyes que no entendía. Simplemente, deseaba saber si criaría a sus hijos o por el contrario, tendría que ingresar en prisión. Fue, al final del escrito, donde leyó claramente que se le había concedido el indulto solicitado. De un impulso se levantó del banco y se puso a gritar, saltar, llorar. No se lo podía creer, al fin lo había conseguido. Durante las últimas semanas, había estado recogiendo firmas para presentar en los juzgados y por fin,  la lucha había merecido la pena.
Volvió a sentarse para releer la resolución. Necesitaba estar segura de que no iría a prisión. Su cara había cambiado, de triste, expectante y preocupada, a feliz, sonriente y libre.
Miró el reloj y comprobó que tenía que volver a casa. Había dejado los niños a cargo de una vecina y debía regresar. La forma de caminar había cambiado, estaba apresurada por llegar a la vivienda y abrazar a los críos. Por ellos, había cometido aquel delito, para que fueran felices y tuvieran cubiertas las necesidades básicas.
En cuanto entró en el salón y vio a los niños jugar, se emocionó tanto como el día que los parió. El primer impulso fue acercarse y darles un beso. Acto seguido, llamó a su madre por teléfono y le explicó la situación. La pena había sido conmutada por treinta días de trabajos, en beneficio de la comunidad y con la condición de no volver a delinquir en un plazo de tres años. Todos estaban felices por la decisión.
Una vez que acabó de poner al corriente a sus familiares de la nueva situación, cogió a los pequeños y los abrazó tanto como pudo. Pensar que había estado a punto de perderlos, le oprimía el corazón. Los tres empezaron a jugar con las pelotas y los coches en medio del salón. Ángela seguía abrazándolos y besándolos. Ya nadie los separaría. Trabajaría duro, durante todo el día, los trescientos sesenta y cinco días del año, para sacarlos adelante de forma honrada y con la cabeza bien alta, y no permitiría que ningún otro hombre le pusiera la mano encima, ni a ella ni a los niños.

SANDRA EC

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